Sus años italianos, sus casas y un estilo inimitable
Nacida como Anna Maria Cecilia Sophia Kalogheropoulos en Nueva York, en 1923, la Divina - así la apodaron sus admiradores - era hija de emigrados griegos. Inicia a estudiar canto a los 7 años. Tras la separación de sus padres, Maria regresa a Grecia con la madre y la hermana, pero luego vuelve a Estados Unidos a causa de la guerra. No son años fáciles, y esa no parecía ser su tierra. Su destino era italiano: es en la Arena de Verona que cosecha su primer gran éxito, es en Italia que su leyenda empieza a cobrar vida.
Entre 1950 y 1960 Callas vive en Milán. Son los años de su matrimonio con Giovanni Battista Meneghini, que también fue su agente. Maria decora su casa de Via Buonarroti con mucho esmero, escogiendo piezas de arte, muebles antiguos, cortinajes delicados y cuadros de autor. La Divina amó mucho la ciudad. No sólo La Scala, sino también su elegancia austera y ordenada y la manera de vestir de las señoras de la época. Todo su vestuario del tiempo estaba firmado por Biki, la sastrería de la alta sociedad milanesa. Callas se convierte pronto en todo un ícono de elegancia y estilo, conocida por su carácter vehemente y voluble, pero al tiempo muy amada por los grandes de la cultura por su personalidad apasionada y única. El estilo de la Divina toma forma en esos años: elegantes pantalones pitillo, camisa blanca, un pañuelo en el cuello, guantes. Encarna así el estilo distinguido de la Milán acomodada, alto burguesa, minimalista. Grandes gafas oscuras (era muy miope), porte de diva, y un maquillaje que - acentuando sus ojos mediterráneos - la hacía parecer a una diosa griega. Según la leyenda, cuando terminó su relación con Meneghini y con la Scala, también terminó – en una furibunda fogata que ardió durante dos días – todo su vestuario de aquel tiempo, justo en el jardín de la casa milanesa que el propio Meneghini le había regalado.
En esos tiempos milaneses, anteriores al ’61, felices y llenos de satisfacción para la soprano, Maria se dedicaba mucho a la cocina y especialmente a los postres, que preparaba y consumía sin moderación. Había exigido una cocina a la americana (llegada expresamente desde Estados Unidos), despreciando las tradicionales, según ella mucho menos funcionales. La pasión para la cocina y los dulces luego desaparece y empieza su famoso y controvertido adelgazamiento que la llevaría a perder en poco tiempo nada menos que 80 libras. Por el resto de su vida, su comida serían filete a la parrilla sin sal y sin aceite, verduras cocidas sin condimento y una manzana. Su físico cambió tanto que el propio sobrino de Meneghini no la reconoció, de regreso de una vacación. Era “perfecta, elegante, discreta”: había nacido la Divina Callas.
En Sirmione, en las orillas del Lago Garda, existe todavía una villa elegantísima, con fachada nítida y un torreón, de color amarillo ocre. Una residencia sobre tres niveles, con 21 habitaciones y casi 800 metros cuadrados de superficie. Una vivienda que la cantante decora con su gusto rebuscado, apasionándose a detalles lujosos dignos de una verdadera diva. Para la Callas, Sirmione es una isla feliz: alejada del caos de la celebridad y de los compromisos de la vida mundana. Aunque cada vez que llegaba al pueblo no faltaba el clamor, con el tiempo sus fans se aquietan y también la cantante más famosa del mundo puede gozar de la vida apacible del lago y su casa, a cuya terraza a menudo salía a cantar.
Luego a su vida llegó Onassis, quien después de haberla conocido en Venecia, la invita a su famoso yate, el Christina, donde estaba la mitad del mundo, desde Gianni Agnelli hasta Grace de Mónaco, desde Winston Churchill hasta Elsa Maxwell. La Callas queda hechizada.
Fue entonces que Maria escoge la ville lumière como su ciudad adoptiva. En Paris compra un lujoso apartamento desde cuyas ventanas puede admirar la Torre Eiffel. Aquí decora según había aprendido en sus años en Milán y Sirmione, con un estilo fastuoso y culto, lleno de piezas de anticuariado y obras de arte. Su casa era el reflejo de su vida, su índole pasional, su extraordinaria maestría en el canto. Vivía con la preciosa colección de más de 300 partituras musicales, con las cuales practicaba, y que más tarde formarían parte de una célebre subasta de Sotheby’s: más de 2000 recuerdos conservados por el esposo-agente que lanzó a la Divina al mundo de la lírica, entre cartas de amor, fotos de escena y con amigos como Bernstein, Visconti, Zeffirelli, Pasolini, Toscanini, cartas y documentos, grabaciones y discos, joyas y pinturas. Y los regalos de sus admiradores, los maravillosos vestidos de escena firmados por Biki, Dior e Yves Saint-Laurent y una fabulosa cantidad de joyas, bolsas y abrigos de piel.
En esa misma casa parisina moriría Maria Callas, el 16 de septiembre de 1977, por un paro cardiaco. Era la sombra de la diva que había sido, herida por el amargo final de su gran amor con Onassis, que nunca se casó con ella y le prefirió la viuda Kennedy, y por las muertes sucesivas del mismo Onassis, del amigo Pasolini, del amado Luchino Visconti y de su propio hijo Omero, fallecido a pocas horas del parto.
Su última morada fueron las olas del Mar Egeo, donde quiso que sus cenizas fueran dispersadas.
Matteo Cattaneo
(fuente: Rivista AD, agosto 2023)
Sus años italianos, sus casas y un estilo inimitable
Nacida como Anna Maria Cecilia Sophia Kalogheropoulos en Nueva York, en 1923, la Divina - así la apodaron sus admiradores - era hija de emigrados griegos. Inicia a estudiar canto a los 7 años. Tras la separación de sus padres, Maria regresa a Grecia con la madre y la hermana, pero luego vuelve a Estados Unidos a causa de la guerra. No son años fáciles, y esa no parecía ser su tierra. Su destino era italiano: es en la Arena de Verona que cosecha su primer gran éxito, es en Italia que su leyenda empieza a cobrar vida.
Entre 1950 y 1960 Callas vive en Milán. Son los años de su matrimonio con Giovanni Battista Meneghini, que también fue su agente. Maria decora su casa de Via Buonarroti con mucho esmero, escogiendo piezas de arte, muebles antiguos, cortinajes delicados y cuadros de autor. La Divina amó mucho la ciudad. No sólo La Scala, sino también su elegancia austera y ordenada y la manera de vestir de las señoras de la época. Todo su vestuario del tiempo estaba firmado por Biki, la sastrería de la alta sociedad milanesa. Callas se convierte pronto en todo un ícono de elegancia y estilo, conocida por su carácter vehemente y voluble, pero al tiempo muy amada por los grandes de la cultura por su personalidad apasionada y única. El estilo de la Divina toma forma en esos años: elegantes pantalones pitillo, camisa blanca, un pañuelo en el cuello, guantes. Encarna así el estilo distinguido de la Milán acomodada, alto burguesa, minimalista. Grandes gafas oscuras (era muy miope), porte de diva, y un maquillaje que - acentuando sus ojos mediterráneos - la hacía parecer a una diosa griega. Según la leyenda, cuando terminó su relación con Meneghini y con la Scala, también terminó – en una furibunda fogata que ardió durante dos días – todo su vestuario de aquel tiempo, justo en el jardín de la casa milanesa que el propio Meneghini le había regalado.
En esos tiempos milaneses, anteriores al ’61, felices y llenos de satisfacción para la soprano, Maria se dedicaba mucho a la cocina y especialmente a los postres, que preparaba y consumía sin moderación. Había exigido una cocina a la americana (llegada expresamente desde Estados Unidos), despreciando las tradicionales, según ella mucho menos funcionales. La pasión para la cocina y los dulces luego desaparece y empieza su famoso y controvertido adelgazamiento que la llevaría a perder en poco tiempo nada menos que 80 libras. Por el resto de su vida, su comida serían filete a la parrilla sin sal y sin aceite, verduras cocidas sin condimento y una manzana. Su físico cambió tanto que el propio sobrino de Meneghini no la reconoció, de regreso de una vacación. Era “perfecta, elegante, discreta”: había nacido la Divina Callas.
En Sirmione, en las orillas del Lago Garda, existe todavía una villa elegantísima, con fachada nítida y un torreón, de color amarillo ocre. Una residencia sobre tres niveles, con 21 habitaciones y casi 800 metros cuadrados de superficie. Una vivienda que la cantante decora con su gusto rebuscado, apasionándose a detalles lujosos dignos de una verdadera diva. Para la Callas, Sirmione es una isla feliz: alejada del caos de la celebridad y de los compromisos de la vida mundana. Aunque cada vez que llegaba al pueblo no faltaba el clamor, con el tiempo sus fans se aquietan y también la cantante más famosa del mundo puede gozar de la vida apacible del lago y su casa, a cuya terraza a menudo salía a cantar.
Luego a su vida llegó Onassis, quien después de haberla conocido en Venecia, la invita a su famoso yate, el Christina, donde estaba la mitad del mundo, desde Gianni Agnelli hasta Grace de Mónaco, desde Winston Churchill hasta Elsa Maxwell. La Callas queda hechizada.
Fue entonces que Maria escoge la ville lumière como su ciudad adoptiva. En Paris compra un lujoso apartamento desde cuyas ventanas puede admirar la Torre Eiffel. Aquí decora según había aprendido en sus años en Milán y Sirmione, con un estilo fastuoso y culto, lleno de piezas de anticuariado y obras de arte. Su casa era el reflejo de su vida, su índole pasional, su extraordinaria maestría en el canto. Vivía con la preciosa colección de más de 300 partituras musicales, con las cuales practicaba, y que más tarde formarían parte de una célebre subasta de Sotheby’s: más de 2000 recuerdos conservados por el esposo-agente que lanzó a la Divina al mundo de la lírica, entre cartas de amor, fotos de escena y con amigos como Bernstein, Visconti, Zeffirelli, Pasolini, Toscanini, cartas y documentos, grabaciones y discos, joyas y pinturas. Y los regalos de sus admiradores, los maravillosos vestidos de escena firmados por Biki, Dior e Yves Saint-Laurent y una fabulosa cantidad de joyas, bolsas y abrigos de piel.
En esa misma casa parisina moriría Maria Callas, el 16 de septiembre de 1977, por un paro cardiaco. Era la sombra de la diva que había sido, herida por el amargo final de su gran amor con Onassis, que nunca se casó con ella y le prefirió la viuda Kennedy, y por las muertes sucesivas del mismo Onassis, del amigo Pasolini, del amado Luchino Visconti y de su propio hijo Omero, fallecido a pocas horas del parto.
Su última morada fueron las olas del Mar Egeo, donde quiso que sus cenizas fueran dispersadas.
Matteo Cattaneo
(fuente: Rivista AD, agosto 2023)